ALMA EN LAS PIEDRAS DE LA CATEDRAL?
Texto y voz: Leonor Bellis
Cuando paso a su lado, me paro, la contemplo y sonrío. Es mi catedral; mi hermosa catedral de luz y alma, cuyas piedras me han hablado y acogido desde siempre.
El abuelo vivía dando la vuelta al Corral de Villapérez, de modo que, de allí a la plaza de la catedral, un suspiro.
Recuerdo hacer el trayecto con unos patines de hierro y correas, o en la bici que, por pequeña que fuera, al circular por la vía pública, debía portar una pequeña placa de identificación para evitar la multa de un municipal.
Si bien, la mayoría de las veces, mis primos, mi hermana y yo íbamos andando con la goma o la cuerda de saltar y la pelota en ristre.
Alejados del peligro de la carretera, acotado el espacio de correteo por una verja de forja, jugábamos a “pica, pica”, a campos medios, a la comba o simplemente dejábamos discurrir el tiempo, despreocupados, envueltos en la placidez de las tardes cálidas de verano sin obligaciones colegiales.
Como era pequeñaja y ágil me gustaba trepar hasta las pilastras que flanqueaban el fuste del Locus Apellationis. Daba vueltas agarrada a las columnas, colándome por los huecos que había entre ellas, ajena al valor que aquellas piedras habían tenido en un momento de nuestra regia historia. ¡Hoy día sería impensable ver a un niño en semejante divertimento!
¡Cuántos momentos de disfrute pasé a los pies del majestuoso templo! Luego, a medida que fui creciendo mis ojos comenzaron a contemplarlo en su plenitud. Su porte solemne y la belleza de sus detalles fueron cautivándome primorosamente.
Pasado el tiempo, mis paseos por el casco antiguo, en ocasiones, me llevan hasta allí. Entonces, me complace entrar, caminar tranquila con las manos entrelazadas en la espalda y, sin prisas, dejar que el silencio evocador del espacio me cobije con su paz.
Me asombra la crónica de su pasado, sus múltiples avatares y la trascendencia del suelo que ocupa. Me fascina la filigrana de luz que emana de sus singulares vidrieras. Me estremece la gloria de la historia atestiguada por sus siglos de existencia.
Emocionada, puedo afirmar que el encanto que encierran sus muros, prodiga un invisible halo mágico que me reconforta, alejándome de lo estrictamente racional y terreno. Se trata de emociones que, siguiendo el libre albedrío, emergen desde dentro en pos del deleite de los sentidos.